“Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño”. [ Salmos 32: 1,2]
Dios perdona la mentira, la blasfemia, el adulterio y hasta el asesinato, pero hay un pecado que no puede perdonar: el pecado no confesado.
El pecado oculto o no confesado es una piedra de tropiezo muy seria porque impide el fluir natural de la vida cristiana. Es un tapón que obstaculiza el fluir del gozo y de la paz. No hay otra solución que sacar esa suciedad y todo fluirá de nuevo.
El pecado oculto tiene una característica que debemos conocer: no puede ser borrado. Algunas personas pretenden ser felices creyendo que, al ignorarlo, al no hablar de él, el pecado se esfumará. No es así.
La Palabra nos enseña claramente cuál es el precio de guardar un pecado en el sótano de nuestra vida y cuál el camino para recobrar la libertad: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano. Se volvió mi verdor en sequedades de verano. Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová. Y tú perdonaste la maldad de mi pecado”. [Salmos 32: 3-5]